Buenas tardes. Cualquier acción tiene un catalizador que la acciona. “De la nada, nada proviene”, diría Parménides. En mi caso, dicho (o dichoso) catalizador para la confección de esta entrada ha sido la vergüenza ajena provocada por cierta conversación entre dos mequetrefes lechales hace escasas horas. Os pongo en contexto. Mientras yo, sentado en el tren, releía azarosa, pero placenteramente 1Q84 de Haruki Murakami, me vi obligado a tolerar, durante los veintidós minutos que duró mi trayecto hasta Passeig de Gràcia, una peculiar explicación sobre el estoicismo. La charla giraba en torno a por qué exteriorizar los sentimientos —como llorar, reír, sentir pena, rabia o felicidad— era algo negativo, justificando que sentir esas emociones son dignas de una personalidad «débil» y «ridícula». Porque el estoico de verdad, no siente nada. Erguido el hablador y atontado el oyente, se sonrieron felizmente.
Gracias a Dios, el trayecto no era muy largo, aunque sí lo suficiente como para que mis pobres e inocentes orejas estuvieran a punto de desarrollar tinnitus. Como mi educación y mi hermetismo social me impedían intervenir en aquella genialísima conversación, al apearme, me decidí por hacer lo que estuviese en mi mano para evitar repetir esa experiencia: escribir esta entrada. Con suerte, al explicar los fundamentos donde otros han fallado, quien reciba y lea este breve comentario no molestará a otros ciudadanos con interpretaciones erróneas ni explicaciones mal articuladas sobre una doctrina que, de ser mal entendida y, por lo tanto, mal aplicada, puede llevarnos a la infelicidad más absoluta.
Con esta pequeña introducción humorística, aquí va, grosso modo, lo que es el estoicismo. A quien le interese, para esta entrada me basaré en la bibliografía completa de Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, prestando especial atención al Enquiridión y las Meditaciones, así como en las clases de mi profesor e historiador favorito, Michael Sugrue, a quien debo casi todas las bases de mi conocimiento filosófico. Que descanse en paz.
Pongámonos en contexto. Tras la muerte de Sócrates y el declive de la civilización griega provocado por la guerra del Peloponeso, la filosofía socrática comenzó a fragmentarse. De estas fisuras emergió la filosofía helenística, una evolución que reinterpretó las bases del pensamiento socrático adaptándolas a un mundo cambiante y turbulento. Tres grandes corrientes nacieron de este proceso: el Epicureísmo, el Escepticismo y el Estoicismo.
El Epicureísmo, fundado por Epicuro, se centra en el placer como el bien supremo, entendido no como hedonismo desenfrenado, sino como una búsqueda de satisfacción equilibrada. Epicuro defendía que la felicidad radica en maximizar los placeres minimizando, a su vez, el sufrimiento recibido; por ejemplo, bebiendo alcohol con moderación para evitar la resaca. Este enfoque, aunque distinto, guarda un eco de la prudencia socrática al considerar las consecuencias futuras de las decisiones presentes.
Por otro lado, el escepticismo, inspirado en la humildad intelectual y la eterna duda de Sócrates, aboga por la suspensión del juicio debido a la imposibilidad de alcanzar certezas absolutas. En una sociedad fracturada, donde cada ciudadano tenía un decir diferente, los escépticos aceptaron la incertidumbre del conocimiento humano como roca de guía frente a la constante amenaza del cuestionamiento socrático. Sinceramente, fue una forma mediocre, pero estable, de afrontar el problema de la existencia y el conocimiento. Si no podemos saber nada con certeza, con certeza nada podrá preocuparnos.
El tercer desarrollo, el más influyente en términos de impacto histórico y filosófico, y por qué no decirlo, el que más nos interesa hoy, es el Estoicismo. Usando en mi opinión las palabras más lúcidas jamás dichas por el profesor Sugrue, el estoicismo se caracteriza por rechazar el placer como criterio principal de la felicidad y la alegría humanas. Sostiene que el sabio, el buen hombre –el filósofo– es aquel que vive en armonía con la naturaleza y solo teme abdicar su responsabilidad moral. No le teme al dolor, a la pobreza, a la muerte ni a los caprichos de la condición humana. Su único miedo es decepcionarse a sí mismo y, por lo tanto, ser menos de lo que podría llegar a ser como ser humano. Bajo mi punto de vista, cada ser humano nace con una Potencia y está en su poder alcanzar la cúspide de la misma. Cierto es que, desgraciadamente, la fuerza de convicción de los siete pecados capitales suele arrastrar a los hombres a la mediocridad más absoluta. Pero no nos engañemos, solo arrastra a quien deja de nadar. La justificación de que esos deseos carnales son inevitables y, por lo tanto, no hay daño alguno en ceder ante ellos, me parece, de nuevo, un signo de mediocridad y de bajeza humana.
Sigamos. Según los estoicos, el sabio y el filósofo se concentran únicamente en lo que está dentro de su alcance. No tenemos control sobre el movimiento del Sol, los planetas, los fenómenos meteorológicos, la sociedad que nos rodea o las situaciones regidas por el azar. Lo único que podemos controlar somos nosotros mismos: nuestra voluntad, nuestras intenciones, nuestra alma. El sabio, el verdadero filósofo, es quien tiene pleno control de su alma, asumiendo total responsabilidad por sus acciones y mostrándose indiferente ante todo lo demás. No porque le sean indiferentes las demás personas, sino porque, al ser elementos fuera de su esfera de control, ¿qué podría hacer?
Yo veo al estoico como el vivo triunfo del deber frente al querer, el triunfo del Deber frente al Ser.
Hoy en día, el estoico aparenta ser algo muy distinto. En nuestra era, donde las redes sociales y los discursos simplistas reducen conceptos filosóficos complejos a frases inspiracionales, el estoicismo ha sido convertido, a menudo, en una caricatura de sí mismo. En lugar de un compromiso profundo con la virtud, la búsqueda de la perfección de la Potencia y de la autotransformación, lo que muchos perciben como estoicismo es una máscara de frialdad emocional o una excusa para la insensibilidad. Algunos autoproclamados “estoicos modernos” como Andrew Tate, Iman Gadzhi o Llados promueven un ideal de dureza que niega la vulnerabilidad humana, cuando en realidad los auténticos estoicos aceptaban la vulnerabilidad como una parte inevitable y necesaria de la existencia. Marco Aurelio, por ejemplo, reflexionaba sobre el dolor, la pérdida y la muerte no para ignorarlos, sino para aprender a vivir con ellos, sin permitir que dominaran su espíritu ni su estado de ánimo, y evitando que lo sumieran en el más profundo nihilismo.
La clave está en recordar que esta filosofía no llama a la indiferencia, sino a la aceptación activa: no podemos controlar lo que nos sucede, pero sí cómo respondemos. En lugar de suprimir el sufrimiento, los estoicos buscan comprenderlo y gestionarlo de manera que no interfiera con nuestro bienestar interior. Llorar, reír, sentir pena, rabia o felicidad, no es algo negativo per se, sino una parte natural de la experiencia humana. Los estoicos reconocen que las emociones son respuestas inmediatas a los eventos externos, pero lo que verdaderamente importa es cómo elegimos gestionarlas. El reto está en no dejarse arrastrar por las pasiones, en no ser esclavos de los altibajos emocionales que nos ofrece la vida. La verdadera libertad es, a fin de cuentas, tener poder de decisión, alejar la impulsividad y abrazar la razón.
Muchas gracias.
¡Assez Causé!
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