Sobre la justicia


Algunos de vosotros me habéis preguntado el porqué del silencio en Temperantia. Bien, bien. Os lo explicaré.

Durante estos últimos meses (aunque felices, huraños), he sentido cierta molestia mental respecto a lo que, según yo, considero asuntos cruciales. Era como si un engorroso moscardón rondara mi nuca, susurrándome sin cesar: «¿Tus convicciones ideológicas poseen el talante del hierro del que te enorgulleces o, más bien, la fragilidad del cuerpo de don Quijote?» Me sentía débil, incapaz de seguir con mi vida relajada, hasta tener (o como mínimo creer tener) las ideas más claras. Naturalmente, tampoco me veía capaz de escribir nada que valiese la pena.

—¡Bueno! Acláranos, ¿de qué estás hablando? Asuntos cruciales, ideas claras… No me estoy enterando de nada.

—Hablo de aquello que configura la mente del hombre de bien. La virtud.

—¿Virtud? ¿Te refieres por ejemplo a la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza?

—Exactamente. Esos principios son los que deberían guiar nuestras acciones y decisiones.

—Ah, claro, claro. Veamos… La prudencia consistía en recordar llevar un paraguas, la justicia se manifestaba mediante una disculpa rápida, la fortaleza era aguantar los lunes sin café, y la templanza se demostraba al decidir si debíamos comernos una o… más bien tres porciones de pastel.

—Como veremos ahora, joven, no es tan sencillo.

Bromas aparte, hoy analizaremos una de estas virtudes, quizá la más importante de todas para el Ser Social: la justicia. Las demás virtudes, pronto. No os preocupéis… a cada cerdo le llega su San Martín.

Estaréis de acuerdo en que, sin una definición clara del concepto de justicia, será imposible actuar justamente o, al menos, reconocer cuándo se recibe un acto justo. Recordemos que quien actúa justamente por casualidad no se devuelve justo, puesto que si entendemos la virtud como el hábito que ajusta las acciones humanas al orden moral y que se adquiere mediante un esfuerzo constante por ajustar la conducta a dicho orden, logrando a su vez cumplirlo con facilidad y agrado, podremos afirmar con certeza que el acto justo no puede ser un mero accidente, sino una decisión consciente. Dicho esto, allá vamos.

El término «justicia» puede ser entendido en dos sentidos: referido a un comportamiento humano o a una realidad objetiva. En el primer caso, se trata de la justicia como virtud; así decimos que la conducta de un individuo es justa o injusta. En el segundo caso, se refiere a la justicia entendida como una realidad objetiva; así decimos, por ejemplo, que la decisión de un árbitro de fútbol fue justa o injusta según se ajustase o no a la realidad objetiva de lo sucedido.

La definición que verdaderamente nos interesa aquí es la primera: la justicia como realidad humana. Para que exista una convivencia pacífica entre los seres humanos, no solo es necesario tener leyes y normas de conducta en una comunidad, sino también que cada individuo —o al menos la mayoría de ellos— las cumpla. La justicia, entonces, es una forma de ser y de comportarse adquirida, mediante la cual cada persona respeta el Derecho.

Los jurisconsultos romanos expresaron las exigencias de la justicia como virtud social en dos máximas complementarias: no dañar a nadie (neminem laedere) y dar a cada uno lo suyo (suum cuique tribuere). Cabe destacar en esta definición que la justicia es la realización del Derecho y, por lo tanto, reconocer «lo suyo» a cada cual no depende de nuestros sentimientos, opiniones ni preferencias, sino que con el concepto de «lo suyo» se hace referencia a algo objetivo que le pertenece a otro en virtud de lo que las cosas son en sí mismas y que viene determinado –de nuevo– por el Derecho. En definitiva, es característica de la justicia esta noción de exactitud objetiva por la que se debe dar a otro lo suyo (ni más ni menos).

La justicia implica siempre una noción de igualdad. Tratar desigualmente a personas o acciones iguales es injusto (por ejemplo, dar desigual nota a exámenes cualitativamente iguales). De la misma manera, tratar igualmente a personas o acciones desiguales es injusto (dar igual nota a exámenes cualitativamente distintos). La igualdad puede, pues, ser entendida aritmética o geométricamente, es decir, como igualdad estricta o como igualdad proporcional.

En el primer caso, tenemos la justicia conmutativa, que regula las relaciones de los individuos entre sí, y que formula la exigencia de que en los intercambios entre ellos cada uno dé al otro la igualdad estricta o exacta de lo que se intercambia. Ejemplos podrían ser los contratos, las transacciones y compraventas.

En el segundo caso, tenemos la justicia distributiva, que regula las relaciones de la sociedad (y, más concretamente, de los que ostentan el poder público en una sociedad) con los ciudadanos, y que formula la exigencia de que las cargas, beneficios y honores en el bien común sean repartidos proporcionalmente a los méritos, servicios prestados y situaciones sociales de los ciudadanos. Ejemplos de esto son los impuestos y los cargos públicos.

Finalmente, se distinguen estas dos clases de justicia, denominadas justicia particular porque se refieren a los individuos como tales, de la justicia legal o general, que regula la relación del individuo con la sociedad, y que consiste en la ordenación del individuo al bien común. Bien común… Acabo de escribirlo y ya me rechinan los dientes… Cuántos crímenes se han cometido en su nombre…

El bien común no es simplemente la suma de los bienes particulares, como se podría mal creer, ni la absorción de estos por aquel. Más bien, se trata del ordenamiento de los bienes que permite a cada ser humano prosperar plenamente —tanto en el plano material, espiritual y cultural— como ciudadano, partiendo todos de una misma base. Tomado así, el bien común y el bien particular no se oponen, sino que se complementan y condicionan recíprocamente: no se debe buscar el bien particular egoístamente, sino como consecuencia del bien común; como no se debe buscar el bien común, olvidando que este también es un bien particular. Sin embargo, no sería ninguna locura afirmar que existe una primacía del bien común sobre el bien particular, puesto que este está subordinado en cierto modo a aquel. Sea como sea, esto no era más que una pequeña aclaración.

Cabe observar que la justicia expresa un orden dinámico y no estático: es aquello que siempre hay que hacer para restablecer la igualdad (estricta o proporcional) entre los hombres. En este sentido se habla hoy de la justicia como proyecto, y razón no le faltaba a Immanuel Kant al decir que la justicia es una tarea infinita. A nivel intramundano, por ejemplo, no es realizable una situación definitiva y perfecta de justicia, ni el mantenimiento de una situación injusta asimismo definitiva: lo humano es la lucha y realización progresiva de la justicia a nivel personal y social. Si digo que no es realizable o factible, no lo digo porque sí, sino porque al hablar del nivel intramundano –retomando el tono teológico al que os tengo acostumbrados en mis últimas entradas–, para el cristianismo, aunque la caída original no priva al hombre de toda eficacia para la realización del bien –la justicia– en el orden natural, sí introduce una deficiencia en la voluntad que hace que esta se incline a veces al mal o a la injusticia. Esta mezcla del Bien y del Mal en el actuar moral del hombre se traduce, en el plano social, en la imposibilidad de alcanzar una situación de justicia perfecta.

Ojo, no me malinterpretéis, esto no es razón suficiente para lavarnos las manos y perpetuar el Mal, argumentando que el mundo no es justo y que, por ende, cada uno debe buscarse la vida de forma egoísta. Al contrario, dicha imperfección implica el deber inexcusable de luchar incansablemente por la justicia y el Bien, tanto en uno mismo como en la sociedad. Lo implica porque el hombre, aunque anteriormente haya demostrado lo contrario, siempre debe reajustarse para tender hacia la Armonía, hacia la proliferación del Ser y hacia el Honor.

Me preguntaréis qué es ese Bien y ese Mal al que tanto me refiero… ¿Acaso no dependen de la perspectiva de cada uno? Sí, hasta cierto punto. Sin embargo, obsesionarse con el perspectivismo moral nos lleva al relativismo extremo, donde se acaba por sostener que todas las perspectivas morales o éticas son igualmente válidas. Esta postura plantea serias implicaciones: si todo juicio moral es relativo a la perspectiva cultural o individual, se volverá imposible argumentar en contra de prácticas moralmente cuestionables, incluso si tienen consecuencias dañinas para el bienestar social. En la actualidad, parece que todo es justificable, relativo y sujeto a interpretación. Y… ¿está bien así?

No. Estoy cansado de todos esos tratados filosóficos que intentan justificar lo injustificable, ya sea argumentando que ser egoísta, salvaje y bárbaro es parte irremediable de nuestra naturaleza, o bien sugiriendo que cualquier acto puede ser moralmente aceptable si el individuo cree que hace el bien para sí mismo y para la sociedad. Aquí consideramos que toda persona racional con un mínimo de educación moral posee en su interior, por sentido común, una concepción de lo correcto e incorrecto, de nuevo, tanto a nivel individual como colectivo. Y no me digáis… ¿Lo correcto o incorrecto para quién? Impíos, ¿acaso la justicia, la honestidad, la generosidad y la compasión entre otras muchas, necesitan de una doctrina filosófica para ser reconocidas como virtudes positivas para el conjunto del hombre?

– Pero antes mencionaste la necesidad de definir métricas, y ahora… ¿Hablas de algo tan general como el sentido común?

–Entiendo tu punto, pero permíteme aclarar que el sentido común al que me refiero no es una mera intuición vaga o una idea superficial, sino un criterio profundamente arraigado en la experiencia humana y en la razón. Este sentido común se forma a través de la interacción continua con las normas sociales, las enseñanzas morales, y la reflexión personal sobre el bien y el mal. Es la capacidad innata del ser humano para discernir lo correcto de lo incorrecto, moldeada y afinada a través del aprendizaje y la práctica. El sentido común es, en esencia, la expresión práctica de la razón y la virtud cultivada.

Así que apliquémoslo. Porque perdernos en definiciones y olvidar lo obvio es un claro síntoma de perversión mental, de rizar el rizo y, en definitiva, de justificar nuestra propia mediocridad. Como decía Marco Aurelio, dejemos de pensar tanto en qué es o qué hace a una persona buena y simplemente… seamos una. Hay que pensarlo, sí. Pero no nos olvidemos de ejecutarlo.

Ya que estamos hablando de diversas doctrinas filosóficas, ¿qué hay de las que argumentan que la vida no es más que deseo inalcanzable y sufrimiento? Sí, es cierto que Dios, el Azar o la Necesidad Biológica han causado y seguirán causando sufrimiento en mayor o menor medida a la existencia humana. Nadie lo niega. Pero una golondrina no hace verano; enfocarnos exclusivamente en esta visión es ignorar los innumerables aspectos positivos y significativos que también forman parte de nuestra existencia. La vida no solo es sufrimiento. Debemos sobreponernos al pesimismo derivado del sobre-pensamiento, salir a recibir el sol e, inexcusablemente, como Sísifo o como hormigas, mediante el ejercicio de la virtud, hacer de nuestro entorno un lugar menos hostil para la existencia.

En fin, que nos desviamos. ¿Por dónde íbamos? Deber inexcusable, sí, sí. No seáis débiles y no hagáis la vista gorda. En lo relacionado con la justicia, ni excusas, ni egocentrismo, ni justificaciones absurdas. Lucidez, sentido común y apertura al valor moral.

Muchas gracias.

¡Assez Causé!


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