Buenas tardes. Harto me tienen aquellos que sueltan un respingo o una mirada condescendiente al escuchar de unos pobres labios el decir: “Estudio humanidades”. Ignaros necios que solo se preocupan por formar parte de la mente colmena, producir, jamás cuestionar ni engendrar un pensamiento o moral propia, ganar mucho dinero y acabar muriendo… condenados por el oro como el Rey Midas. Humanos que olvidan que ser humano, implica ser racional y ser racional implica… usar la razón.
Ojo, no estoy diciendo que no debamos invertir nuestro tiempo en asegurarnos una estabilidad económica para garantizar el bienestar de nuestra familia… Despreciar las ciencias prácticas, demonizar el dinero y dedicarse a la vida contemplativa no es para nada el quid de esta cuestión. Pero de ahí a –digamos– ser ingeniero y burlarse de cualquier disciplina humanística, argumentando que no merecen nuestro tiempo porque ofrecen menos oportunidades laborales y porque su “utilidad” no repercute directamente –mejor dicho, aparentemente– en nuestro día a día… hay tanta distancia como de mi casa a Tierra Santa. En fin, que Dios nos ampare por descuidar la importancia de cultivar el conocimiento y la curiosidad.
Dicho esto, bueno será considerar y preguntarse en el día de hoy:
¿Qué valor tiene la filosofía, el arte, la filología y…? ¿La ceremonia del té?
Bajo la influencia de los negocios utilitaristas –de aquello útil y aquello considerado inútil–, muchos se inclinan a dudar acerca del verdadero valor de la filosofía, el arte, la filología, la música, las performances y las ceremonias estéticas. Como bien decía Nuccio Ordine, en el universo del totalitarismo, en efecto, un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte.
Pero lo cierto es que hay saberes cuya importancia trasciende la tiranía del lucro y la acumulación, siendo fines en sí mismos, y que, debido a su naturaleza gratuita y desinteresada, distante de cualquier conexión práctica o comercial, pueden desempeñar un papel fundamental en el avance civil de la humanidad. No debemos olvidar que los saberes humanísticos, la cultura y la enseñanza, constituyen el caldo de cultivo perfecto en el cual se forja la base misma del carácter de una sociedad. Sin el ejercicio del pensamiento crítico, la preservación del buen lenguaje, la sensibilidad artística, la curiosidad y la búsqueda activa del porqué de los asuntos, virtudes como la justicia, la templanza, la fortaleza y la sabiduría –entre muchas otras– quedarían estancadas, incapaces de florecer, convirtiendo a los habitantes de esa comunidad en individuos que al llegar a su vejez, se verán, en el mejor de los escenarios, habiendo vislumbrado apenas sombras de la vida, ignorando completamente que están sumidos en la alegoría de la caverna de Platón y, por lo tanto, viviendo “felices” en su ignorancia. En el peor, con un vacío existencial, un lúcido pero tardío despertar debido a la aproximación inminente de la muerte, un cúmulo de interrogantes sin respuestas y una sensación de haber pasado por la vida sin tratar de comprenderla verdaderamente.
Aunque el saber humanístico y, en especial la filosofía, no tiene la capacidad para ofrecer respuestas definitivas a todos los dilemas que plantea, esta sí actúa como un catalizador del pensamiento, abriendo nuevas sendas hacia el conocimiento y liberando al individuo que la practica, de prejuicios, imposiciones morales y creencias derivadas de la sociedad, las cuales se instauran en su cabeza, desde la más tierna infancia. La filosofía nos permite, pues, liberarnos de la tiranía de la costumbre y actuar de forma consciente. La música, según A. Schopenhauer, es capaz de despertar emociones y sentimientos que no pueden ser expresados con palabras. Para él, su experiencia representaba una de las pocas vías para alcanzar un escape temporal de la angustia, liberándonos del sufrimiento humano. El estudio de la filología y la literatura nos permite desentrañar el origen, la evolución, la estructura y el funcionamiento del lenguaje, lo que a su vez nos obliga a comunicarnos y a escribir mejor, siendo estas, las dos caras de la misma moneda: pensar lógica y claramente. El arte y la estética, como disciplinas que ensalzan el uso de la creatividad, nos conectan con aspectos profundos de la experiencia sensible. A través del arte, exploramos y cuestionamos la belleza y la complejidad de las inquietudes humanas. La estética, por su parte, nos invita a reflexionar sobre la naturaleza de la percepción y la interpretación, enriqueciendo, a su vez, nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. Algo tan aparentemente trivial como sentarse con una mujer, presenciar el sutil movimiento de sus brazos al servir el té, respirar el aroma que emana del brebaje y sentir el Sol calentándonos la mejilla, es más importante para la existencia del hombre que cualquier inversión o esfuerzo sobrehumano para ser productivo las veinticuatro horas del día. Ya os dije en alguna otra entrada anterior, que una errónea aplicación sobre el estoicismo y el utilitarismo iba a acabar con vuestra felicidad. Pero ya hablaremos de ello en profundidad, lo prometo. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, sí, hablábamos de té, apreciación y estética. No os podéis quejar, aquí… Somos multidisciplinarios. En el libro del té (Kakuzo Okakura, 1906), en el capítulo VI –uno dedicado en su totalidad a las flores–, supone que la poesía amorosa tuvo origen en el momento mismo en el que nació la apreciación por estas:
Al ofrecer a su amada la primera guirnalda, el hombre primitivo se eleva sobre la bestia: saltando sobre las necesidades burdas de la naturaleza, se hace humano; percibiendo la sutil utilidad de lo inútil, entra en el reino del arte.
Mi intención con esta entrada era dejar claro que, detrás de cada saber, hay un trasfondo del cual aprender, una perspectiva más allá de la mera adquisición de bienes. Cada disciplina, a su manera, nos permite explorar la complejidad de nuestra humanidad y comprender mejor el mundo que habitamos. Todo esto está muy bien, sí, pero debo reconocer que ando escribiendo estas líneas con un horrible sabor de boca, teniendo la certeza de que estas cuestiones importan o importarán a más bien pocos, y que lo que trato de explicar aquí, de poco servirá. Los prejuicios sobre las humanidades persisten y persistirán. Aun así, y pese a todo, hoy me apetecía exponer la apreciación de lo sensible, la utilidad de lo aparentemente inútil y de lo que es bello, con el único fin de abrazar el ideal de belleza.
Como siempre, muchas gracias.
¡Assez Causé!
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