Uno, ninguno y cien mil


–¿Qué haces?–me preguntó mi mujer al ver que me entretenía de manera inusitada delante del espejo.

–Nada–le respondí–, me estoy mirando dentro de la nariz, en esta aleta. Al apretarme, noto un dolorcillo.

–Creía que te mirabas de qué lado la tienes torcida.

Me volví como un perro al que hubieran pisado el rabo.

–¿La tengo torcida? ¿Yo? ¿La nariz?

A lo que mi mujer repuso tan tranquila:

–Pues sí, querido, Míratela bien: la tienes torcida hacia la derecha.

Así da comienzo la obra de Luigi Pirandello y a su vez, esa tibia e inofensiva observación desata el descenso a la aparente locura del objeto de estudio de hoy, mi querido Gengè. Tras un venenosísimo «Gracias» y tras asegurarse en el espejo que la realidad de su morfología era inevitable, su espíritu acabaría por sumirse en la profunda reflexión de que no conocía ni tan siquiera su propio cuerpo. ¿Acaso eso era posible? Ese ligero defecto físico apenas le contrarió, pero sí lo hizo –y de forma casi espiral– el pensamiento de que si esa mañana su mujer hubiese optado por mantener el silencio, quizá nunca hubiese advertido la diferencia existente entre el hombre que creía ser y el hombre que terminaba siendo conocido.

Pronto se figuró de que si su mujer veía a ese Gengè tan alejado de la percepción abrigada de su propio ser, los demás debían también ocupar una posición similar. ¡Él se creía un Gengè con la nariz recta cuando todos le advertían como un Gengè con la nariz torcida! Y quién sabe cuántas veces había comentado –inocentemente– sobre la nariz defectuosa de Fulanito o de Menganito y cuántas veces habría arrancado risas a los demás, haciéndoles pensar: «¡Pero mira a ese pobre hombre que habla de los defectos de la nariz ajena!». 

Si algo tan sencillo como un atributo físico se le había escapado durante décadas, ¿Qué más desconocía de su vida? Si el patrón se repetía, sus conductas observables también podrían haberse visto comprometidas y, por lo tanto, todo lo que creía saber sobre cómo se presentaba ante el mundo bien podría ser una perfecta ignorancia de la realidad. Él se tenía por cierta persona, creía que había un cierto consenso en ello, y la realidad era que, si un extraño hubiese preguntado sobre él a sus conocidos, ¡los resultados hubieran sido eternamente distintos! Para el primero, Gengè era un holgazán, para el segundo, un pobre bufón, para el tercero, un redomado usurero, y para los siguientes… ¡El diablo los cargue, que no hay modo de saberlo!

En el epicentro de su hilo argumental y desde que cayó en mis manos esta novela algunos años atrás, siempre me ha parecido imaginar la misma escena: Gengè sufriendo un escalofrío desde la médula hasta la planta de sus pies. Hasta entonces, no había tenido grandes preocupaciones gracias a la cuantiosa herencia que le dejó su padre. Su mujer, sí, tal vez estaba con él por conveniencia, pero le trataba bien y a fin de cuentas, era feliz. Los dos únicos amigos que tenía velaban religiosamente por sus negocios heredados. Aparentemente, no podía pedir más. Pero sin oficio ni objetivo claro en la vida, Gengè era una hoja mecida por el viento. Caminaba cuando debía y descansaba cuando le parecía. No se le podía atribuir introspección alguna, pero ese día, la semilla de sus males germina:

Él no era para los demás aquel que hasta entonces, se había figurado ser. 

La idea de que los demás viesen en él a alguien que no era tal y como se conocía, alguien que solo ellos podían conocer desde fuera, convertía a esos múltiples Gengès advertidos en extraños que vivían dentro de su propio cuerpo. Tales extraños no conocían nada, ni se conocían propiamente a sí mismos; vivían por vivir y al igual que a él, les latía el corazón. 

¿Cómo podía seguir viviendo, condenado hasta el fin de sus días, a llevar consigo percepciones de sí mismo, siempre a la vista de los demás y sin embargo, fuera de la suya?

Su juez interior fue implacable y la sentencia, clara. Gènge no podía verse vivir.

Muy bien diréis, ¿Y ahora qué? –Voy en esa dirección, no os agitéis. Tanto ademán de rapidez no es más que un síntoma de unos receptores de dopamina sobreestimulados. La lectura atenta y reflexiva os sanará. Aunque si habéis llegado hasta aquí… ya es mucho. Os lo agradezco. Los comentarios y las críticas (ya sean constructivas o no) en la sección de abajo pueden ser anónimas, así que no dudéis en compartir vuestra opinión.

Bien, bien… continuemos. Gengè no podía verse vivir. Así que tomó medidas.

Se propuso descubrir la imagen que tenían de él sus mal llamados conocidos y divertirse al descomponerla despectiva y satíricamente. Atentó contra la percepción generada dentro de la mente de sus allegados y eso, le llevó a cierta tranquilidad del alma. Un último juego que, pese a que no servía para cambiar la realidad en la que se había visto expuesto, sí servía para darle una lección a todos aquellos que se habían atrevido, bajo ninguna autoridad, a crear esos Gengès que para él, no existían. 

Como el objetivo de esta entrada no es hacer un destripamiento total del libro, sino más bien quedarnos con las ideas fundamentales del autor, concluir en este punto de la novela sirve para mi propósito. Si os interesa el final, leed el libro. Antes de irme, eso sí, me gustaría plantear algunas cuestiones:

Por ejemplo, ¿Cuántas veces hemos afirmado que somos generosos, ignorando completamente la opinión que producimos en aquel que recibe la acción «altruista»? Quizá en su cabeza, el regalo era insuficiente dada nuestra posición económica, así que no somos más que personas ruines. Pero nos sonríe y nos da las gracias. Y nosotros le creemos y así volvemos a reafirmar nuestra posición de buen samaritano. A otro, le obsequiamos algo que él ni siquiera necesitaba y ahora, tiene un objeto inútil más en su hogar, complicando su intento de minimalismo. Aun así, nos dedica unas bonitas palabras y cuando vayamos a su casa a tomar café, sacará el estúpido regalo de una caja en el armario y lo colocará ahí, en el recibidor, como si ese siempre hubiera sido su lugar. Pero lo cierto es que ese sitio es temporal y tiene una clara fecha de caducidad: el momento en el que te vayas. No caigo en el pesimismo y tampoco me equivoco al decir que existen aquellos que de forma sincera agradecen tu intención, pero… no es a donde quiero llegar. Mi intención con esto es dejar claro que sería de ingenuos pensar que aquello que se percibe se traspone directamente a la realidad. El camino de la interacción humana es sibilino. De la misma manera que aquello que nosotros queremos proyectar, jamás será descubierto en su conjunto por los receptores. En cada interacción, cada uno de los participantes atribuirá un significado propio a las palabras, creará una imagen mental y conforme a ella, estaremos sentenciados en su realidad. Y esto se repetirá por cada persona con la que nos relacionemos. Por cada una, ninguna y cien mil personas que caminen en esta Tierra.

¡Vamos! ¡Corred a mirar vuestra fisionomía en el espejo! ¡Analizad vuestro comportamiento! Horrorizaos de vuestra ignorancia, pero a mí, no me miréis. La resignación, en este caso, es la virtud apremiante. Jamás tendremos acceso a la totalidad, puesto que la capacidad humana es limitada. Es una lástima que uno no tenga derecho a mirar el mundo bajo la postura de Dios, ya que es imposible mantener un acuerdo del pasado, presente o futuro entre todas las partes que lo conforman. Pese a ello, seguiremos viviendo y la muerte, llegado su momento, nos enaltecerá. Convirtiéndonos en aquello que nunca fuimos. Otra vez bajo el yugo de los demás…

Aquí va mi primera entrada. ¡Assez causé!


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